Acerca de nosotros

Somos un grupo de cursillistas que vivimos en Canadá y queremos ser fieles al Carisma Fundacional del Movimiento. Carisma recibido por Eduardo Bonnín, fundador del mismo. Nuestro deseo es propagar el Carisma del Movimiento. De esta manera se podrá continuar con lo que Eduardo fundó. Evitando así las desviaciones, modificaciones o agregados que con buena intensión se hacen pero que se alejan de lo que son verdaderamente los Cursillos de Cristiandad.

Eduardo define así:

"El Cursillo de Cristiandad es un movimiento que, mediante un método propio, intenta, y por la gracia de Dios, trata de conseguir que las realidades esenciales de lo cristiano, se hagan vida en la singularidad, en la originalidad y en la creatividad de la persona, para que descubriendo sus potencialidades y aceptando sus limitaciones, vaya tomando interés en emplear su libertad para hacerlas convicción, voluntad para hacerlas decisión y firmeza para realizarlas con constancia en su cotidiano vivir personal y comunitario".

sábado, 26 de enero de 2013

Jesús. No hay otro nombre. Solamente en ése está la salvación.

¿Os acordáis de Luis XIV?

El Rey Sol. El que hacía y deshacía. Una sonrisa suya valía un ministerio, una baronía, un marquesado. Un enfado del gran Luis suponía el ostracismo, el destierro, acaso la muerte. Temblaban los cortesanos ante él, ávidos de su mirada, de su sonrisa. Lo esperaban todo de él. Pero el Rey Sol se eclipsó: para siempre jamás, amén.

¿Os acordáis de Hitler?

Ídolo de millones. Multitudes rugientes lo esperaban todo de él, satélites en torno al astro. Reich de los mil años que se quedaron en doce. Los jóvenes de hoy, ni le conocen. Quienes le recuerdan es para maldecir su nombre, otrora venerado o temido. ¿Y dónde para Hitler? Se eclipsó: para siempre jamás, amén.

¿Os acordáis de tantos astros brillantes, estrellas fugaces, meteoros humanos, bólidos humanos, poderosos un día y eclipsados muy pronto?

Todos tuvieron a su lado una corte esperanzada, una corte servicial, una corte anhelante que esperaba toda suerte de milagros del poderoso señor. En él ponían su salvación. En su nombre creían ser salvos, libres, dichosos. ¿Dónde paran esas estrellas fugaces? Se eclipsaron. Desaparecieron: para siempre jamás, amén.

¡Qué pena dan todos estos hombres que tanto esperan de los hombres...! De Hitler. Del Rey Sol. O de don Felipe, jefe de negociado. O del capataz. O del abogado de prestigio, compañero de colegio. O del director general, cuñado en terceras nupcias de nuestra tía Natalia.

¿Buscar la salvación en un nombre de hombre?

¿Pero qué salvación puede dar? Nadie da lo que no tiene: todos son mortales, falibles, débiles. Pueden tener jaquecas, sífilis, cáncer. Y tienen caspa, piorrea, flatos, presbicia, obesidad. ¿Ése ha de ser mi Dios? ¿En ése he de poner yo mi confianza, mi esperanza, lo mejor de mí? ¡Ca!

Pero el hombre que buscas, existe. Y no hay más que uno. Su nombre, el nombre de salvación, es Jesús. El hijo de María. El hijo de Dios. En él está la salvación. Ayer. Hoy. Hasta el fin de los tiempos.
Valentín Galindo

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