4. Lo que mueve al testigo de Dios
Nadie se propone un día convertirse en testigo. Sería ridículo organizarse la vida para «dar testimonio» o para dar a conocer mi fe. El creyente no busca tampoco -menos aún- ser original, llamar la atención, impactar. Sencillamente vive su experiencia, trata de ser fiel a Dios, a veces tiene alguna ocasión para comunicar el secreto de su vida. El verdadero testimonio se da como «de paso», como «añadidura», algo que va irradiando con su manera de ser, de vivir, de creer y, sobre todo, de amar.
El testigo no pretende convertir a otros: vive convirtiéndose él;
no trata de salvar a los demás: vive su propia experiencia de salvación;
no se esfuerza por hacer crecer la Iglesia mediante la adhesión de nuevos miembros: vive abriendo camino al Reino de Dios en la vida de las gentes.
No le mueve ningún interés proselitista. Mateo recuerda la severa crítica de Jesús al proselitismo de los escribas y fariseos que se esfuerzan por lograr nuevos adeptos al judaísmo sin acercarlos al Dios del Amor: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de condenación el doble que vosotros!» (Mt 23,15).
El estilo de Jesús es diferente. Alivia el dolor, ofrece el perdón, expulsa el mal, despierta la confianza, anuncia la Buena Noticia de Dios, pero no retiene a nadie junto a sí. A los curados y perdonados los invita a seguir su propia vida «Vete a casa con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19); «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mt 9,6).
Lo que motiva al testigo es la experiencia que él mismo vive. Es lo que dice san Pablo: «Nosotros creemos y por eso hablamos» (2 Cor 4,13); «predicar el evangelio no es para mí un motivo de orgullo; es algo que me incumbe: pobre de mí si no lo anunciara» (1 Co 9,16).
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